TERESA CABELLO RUIZ. Fue en la Sala Escalante. El colegio nos había llevado allí para que disfrutásemos una adaptación teatral de Tarzán especialmente enfocada a los niños. Quizá fuera la primera ocasión que acudía a una representación de aquel tipo. Lo cierto es que debía ser aún bastante pequeña porque no recuerdo prácticamente nada de aquella obra. Nada, excepto una escena que me impresionó profundamente. Entre sombras y una luz amarilla, aparecía la silueta de un niño de cabello enmarañado que caminaba a cuatro patas. A veces se detenía, y a veces parecía que buscase algo con la mirada o el olfato. Se agazapaba y volvía a andar sobre sus manos y pies. Así permaneció un tiempo hasta que por fin cesó en su actividad y cogió un espejo para comenzar a mirar en él. La escena me pareció mágica. Sabía que estaba sucediendo algo importante pero mi mente infantil todavía no lo había procesado. Fue entonces cuando un niño sentado cerca de mí dijo: «¡Se está dando cuenta de que es diferente, de que no es un mono!» Aquella epifanía me trastocó. Tarzán era, ahora, plenamente consciente de su singularidad, de su humanidad,y debía aceptarlo. Desde entonces, siempre me ha interesado la historia que escribiera Edgar Rice Burroughs a principios del siglo XX; y desde entonces, siempre he creído en el poder del arte para influenciar en las personas, cambiarlas, e incluso mejorarlas.
Por supuesto, la última adaptación cinematográfica de la novela de Burroughs no ofrece una lectura tan profunda. El desarrollo científico del siglo XIX potenció avances en los medios de transporte. La navegación ya no volvería ser igual. Ni la botánica, ni la zoología, ni la antropología. Los europeos se adentraron en lugares inexplorados hasta entonces y el afán de conquista y riqueza de algunas potencias causó verdaderos estragos en aquellos países supuestamente no civilizados. La novela de Burroughs es, por ello, aunque tardía, una vuelta más a la literatura romántica y al mito del buen salvaje de Jean Jacques Rousseau. Y aunque algo de todo esto aparece en la película, la narración resulta un poco pobre, aunque, por supuesto, bastante espectacular. Las escenas con gorilas y demás animales, las peleas y triples saltos mortales, o los abdominales de este Tarzán nórdico –que más bien parece un superhéroe de la Marvel−, sin duda, impresionan. Peroel sueco Alexander Skarsgårdno conmueve precisamente por sus expresiones faciales. Siendo mala, malísima, me atrevería a decir que resultaban más expresivas las caras de los gorilas que la suya. Y aunque las comparaciones siempre son odiosas, nada que ver con el registro de su padre,Stellan Skarsgård, actor referente del cine dogma –recuerden Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1996)− y con el que trabajó en Melancolía (Lars von Trier, 2011).
Aunque entretiene, esta última versión de Tarzánposee un toque tan infantil que incluso dudo de que guste a los propios niños; encontrándose muy en las antípodas de la otra adaptación cinematográfica de 1984, mucho más madura y elaborada: Greystoke, la leyenda de Tarzán (Hugh Hudson). Aun así, existen algunos momentos inspiradores, como el instante en el que el protagonista, como buen inglés y aristócrata, levanta su taza de té con la mano derecha, mientras que con la izquierda, adopta una posición que recuerda a la del gorila descansando; reflejando así la doble naturaleza de Tarzán, la humana y la animal.
Por lo demás, esta última versión no aporta demasiado, aunque al menos, denuncia la avaricia que llevó al colonialismo y nos interroga con la pregunta: ¿cómo sería hoy el mundo si los europeos no hubiéramos explotado África?
