Teresa Cabello Ruiz.
En absoluto rezuma originalidad una película sobre actores en decadencia y los secretos que ocultan las bambalinas –la lista de producciones con esta temática resulta tan extensa que podría considerarse un género propio−, sin embargo, el tragicómico último intento del antaño supehéroe y hoy pitopáusico Riggan Thomson (Michael Keaton) por recuperar la admiración y el cariño del público –ese amor del que tanto se habla durante el desarrollo argumental− ha conseguido captar la atención de espectadores, críticos y académicos; a los primeros, por la empatía que origina un protagonista en crisis, mientras que a los segundos y últimos por el cambio de fondo y forma de la última producción de González Iñárritu, que en lugar de continuar con el drama a lo 21 gramos (2003) o Babel (2006), conduce una vigorosa comedia negra aderezada con realismo mágico y un extenso plano secuencia, plano que siempre ha cautivado al respetable aunque, en este caso, sea una falsedad cinematográfica responsable de cierta discusión entre algunos sectores, que lejos de ensalzar el truco, lo tachan de ilegítimo por ser construido con la ayuda digital necesaria para sortear las dificultades que su ejecución entraña y con las que se toparon Welles, Sokurovo el también mejicano Cuarón, al que Iñarritu pudo solicitar asesoramiento para esta historia coral –aunque menos acentuada que sus anteriores− escrita junto a los guionistas con los que ya trabajo en Biutiful (2010) tras su ruptura con Arriaga: Giacobone y Armando Bo, y a los que se añade Dinelaris, facilitándose así el desarrollo de un texto cercano a la sitcom pese a que lo cómico devenga, en ocasiones, un drama tan pardo y sucio como el realismo literario del citado Raymond Carver, quien además de inspirar el argumento, sin duda influye en la premiada fotografía de Emmanuel Lubezki −ya que los laberínticos pasillos del teatro y las madrugadas neoyorkinas colorean de igual modo que un Bourbon con hielo− y en la música de Night Live Show compuesta por Antonio Sánchez, elementos éstos que contribuyen a recrear un Broadway plagado de tópicos –criticona estreñida incluida− pero perfectamente empaquetados en este tragicómico metarrelato de montaje milimétrico –premio a los montadores y a los operarios de la steadicam− y totalmente alejado del caos ordenado que planteaba 21 gramos, puesto que en Birdman todo presenta una continuidad muy apropiada para un argumento que pretende aproximarse a lo teatral y naturalista ofreciendo una solución final tan dinámica como apnéica.